Τετάρτη 14 Οκτωβρίου 2015

A las puertas del Hades

translation by Eirini Chatzikoumi 
Translator / Master in Language Technology





Capítulo 11
La doble hacha

Hacía ya un buen rato que la noche había caído sobre la gran isla. Un leve viento del norte, que había atravesado todo el mar Egeo desde los lugares remotos de los hiperbóreos, empezó a acariciar las costas de Creta arrugando la manta del mar. Los barcos amarrados se agitaron un poco en sus sueños y pusieron proa con el soplo de viento. La brisa fresca los adelantó indiferente, haciendo el agua salada mezclarse con el agua dulce del río que llegaba del monte para refrescar al mar. El agua del canal se estremeció y el viento siguió monte arriba hacia el palacio.
De camino se encontró con otro puerto, más pequeño, a los pies del edificio imponente que dominaba la zona cerrándole el paso. Acarició a los hombres que estaban descansando al lado de unas pequeñas balsas, de donde acababan de sacar las mercancías que traían los barcos del puerto más grande, el de más abajo.
La brisa, una vez en el palacio, se puso a jugar a coger entre las columnas rojizas cuya base tenía un diámetro más pequeño que su capital y una forma muy ovalada. Dio una vuelta por la piel bronceada de los soldados, poniéndoles los pelos de punta y haciéndoles recogerse cogidos desprevenidos.
Pasó por las amplias bodegas, donde en unas inmovibles tinajas del tamaño de una habitación se almacenaba miel, aceite y otros bienes necesarios para el abastecimiento del reino, especialmente del palacio.
Ahora se lanzaba por los edificios centrales del palacio de Cnosós. Los pasillos del palacio parecían un laberinto – los lugareños los llamaban “dedálicos” por el nombre del arquitecto ateniense que los había diseñado solo dos generaciones atrás, Dédalo. Los muros habían sido adornados por los mejores pintores de Creta y de su colonia, la isla de Stronguilí. La caricia de la brisa meneó las figuras de los murales preciosos.
La falda blanca del príncipe ondeó y los lirios que tenía en la mano perfumaron sus colores para que la brisa los oliera. Los adolescentes dejaron por un rato la lucha eterna para refrescar un poco los cuerpos sudorosos. La brisa arreció un poco para ayudar a un joven a saltar por encima de la espalda de un toro furioso. Así superó frente al público de la ciudad la prueba de iniciación, que marcaba el paso de niño a hombre.
En el último mural se veía una sacerdotisa preciosa, de pelo negro y brillante, cuyos rizos le caían sobre los hombros. En los puños tenía unas cabezas de serpientes cuyas colas le tenían envueltos los antebrazos. Un excepcional vestido de color azul profundo resaltaba la cadera fértil y sensual, y la cintura estrecha. El vestido estaba diseñado de manera que dejara descubiertos los senos, crianderas de los niños y del amor. El viento del norte, arreciando, acarició los pezones grandes y oscuros, que se excitaron y sobresaltaron sorprendiendo a la sacerdotisa dulcemente.
Llevando los olores y los colores de todo el palacio, el viento del norte trepó hasta la torre central y entró por la ventana abierta en el aposento del rey. Sopló fuerte y revitalizador en la cara del monarca del lugar meciéndole el cabello largo y la barba frondosa. El rey corpulento aspiró ávidamente y se llenó los pulmones. Guardó el aire un rato tratando de quedarse con el sabor y cerró los ojos grandes y castaños. Luego, espiró fuerte. Se dio vuelta de la ventana y apartó la mirada del norte, hacia donde había estado mirando un largo rato, y se quedó frente al muro que tenía detrás.
Su mirada emprendió el viaje de la misma manera que muchas otras noches. Primero, miró el gran clavo, que, a pesar de estar metido muy profundamente en el muro de piedra, apenas sostenía el peso que colgaba de él. El mango, hecho de madera de olmo, estaba tallado de manera que pudiera acoger la mano enorme del rey. Para evitar deslizarse, estaba estrechamente envuelta con la piel de una cierva matada por él mismo y elaborada a la perfección por el curtidor del palacio. Antes de ser ajustada al mango había sido mojada para que quedara más blanda, y envuelta estrechamente en la madera. Cuando la piel ya estaba seca, se abrazó fatalmente con la madera y quedó unida a ella para siempre. En la parte de atrás del mango había un agujero en la madera para una faja de piel gruesa y ancha, por donde pasaba la muñeca del rey cuando la agarraba, o se usaba simplemente para colgarla en el muro – como ahora.
En el otro extremo del mango, la madera se divisaba orgullosa y dura entre la piel y el cobre. Brillante, hasta en la oscuridad, una pieza gruesa del fuerte metal forjado tenía un agujero para acoger la madera irrompible. Tenía magníficamente grabada entre los dos filos una cabeza de toro de grandes cuernos soplando furibundo: el toro blanco de Creta, símbolo del poder y de la gloria del linaje de Minos.
El rey se acercó más. Su mano se extendió y tocó uno de los dos puntos afilados. Atravesó con el pulgar el filo con una caricia que le dolió. Gracias al cuidado diario y al afilado frecuente, se mantenía tal como cuando la empuñaba el rey furioso encima de la cabeza. Los troyanos y sus aliados se echaban a correr al verla.
¡Cuántos hombres valientes, que habían desafiado su silbido en el aire, habían caído muertos frente a ella!
Como siempre”, empezó a perderse en sus pensamientos el rey, “escucho los alaridos, el estrépito, el dolor de la muerte… Todo.”
Pasó la mano por el cobre. Se fijó en el contraste entre el metal liso pulido y la piel ya vieja, arrugada y manchada por el contacto con su mano. Siguió mirando, tratando de evocar recuerdos que le permitieran huir, hasta que se borraron las manchas y las arrugas de su piel. Rejuveneció delante de sus propios ojos, en su mente. El rumor de las olas se escuchaba fuerte y unas voces de terror empezaron a rodearlo. Aquel día volvió otra vez. Tal vez el día más grande de la guerra, para él y para todos los aqueos.


Los troyanos tuvieron que esforzarse mucho para echarlos al mar y lo consiguieron. Luchaban como locos, como si fuera su última oportunidad. Tal vez lo era. Aquiles, cuya figura bastaba para sembrar el terror en el campo de batalla y los hacía esconderse detrás de la muralla, hacía ya tiempo que no salía a luchar. Pero, además, parecía que entre los demás aqueos reinaba la discordia y la rivalidad. A pesar de que habían tenido éxitos en operaciones de asalto nocturnas en el campamento enemigo, en el campo de batalla ya no luchaban con el mismo fervor, y tampoco sus reyes los animaban para eso. Héctor estaba seguro de que, no solo ya no corrían ningún peligro de perecer ellos mismos, sino que además los aqueos pronto caerían indefensos bajo su espada. El día anterior la palanca se había inclinado a su favor a la puesta del sol, y antes del amanecer ya había cambiado todo otra vez.
Algunos reyes griegos habían entrado en secreto en el campamento y matado a Reso, el rey de Tracia. Lo peor fue que les robaron los caballos antropófagos. Con ellos al lado de los troyanos ningún aqueo sobreviviría. Seguro que les arrojarían al mar. Además, aquella misma noche habían llegado los tracios y Príamo había convocado a los troyanos y a sus aliados a reunirse para conversar. La pobre de Casandra, que la tenían por medio loca, gritaba que estaban encaminados hacia la muerte y la perdición. Aquel día hasta las sacerdotisas de Palas Atenea estaban de acuerdo con ella. “Los auspicios están contra nosotros, mi rey” había declarado pomposamente el sacerdote jefe, lo que hizo que Héctor saltara y gritara: “¡El mejor augurio, y el único, es la defensa de la patria!” Las circunstancias estaban a su favor y Héctor ya sabía: sentía que tenían que aprovechar la oportunidad. Ahora que los aliados se habían multiplicado y eran más fuertes, y los aqueos estaban divididos y privados de su héroe más fuerte. Y mientras todos en la reunión estaban vacilando ante la decisión que deberían tomar, Reso saltó y abrazó a Héctor. Alabó su patriotismo y valentía y les recordó el oráculo enviado por Príamo para aliarse con él. “Cuando sus caballos hayan comido de los pastos troyanos, vendrá la derrota de los aqueos”. La decisión fue unánime. Bien caída la noche, Reso estaba agonizando en su sueño, degollado por la espada de Diomedes, el rey de Argos. Todos los caballos de los tracios, quienes eran excelentes jinetes pero muy malos como tropa de a pie, así como los monstruos divinos de Reso, ya pertenecían a los aqueos. No habían alcanzado a pastar en el campo de Troya. Todo había cambiado radicalmente, pero Héctor mandó a sus hombres a formar en el campo de batalla, cerca de la muralla del campamento de los aqueos. Miró una y otra vez la formación. ¡Qué diablos! Si tuvieran los caballos, ya habrían atacado. Los caballos compensarían la ausencia del divino Aquiles. Pero no estaban. No estaban tirando el carro de ningún rey aqueo. O los caballos habían huido y ya estaban por los montes de Ida o, tal vez mejor, el rey que se los llevó quería esconderlos de los demás o de Agamenón. Esto demostraba una gran discordia entre ellos y confirmaba lo que él ya intuía. Hoy tenían que arrojarlos al mar.
La batalla en campo abierto duró poco. Cuando se creó una brecha en las líneas de los itaqueños de Ulises, Diomedes no fue a ayudar. Héctor aprovechó la oportunidad llevando a sus hombres a la brecha, destruyendo así la defensa del enemigo. Los griegos aterrados se echaron a correr para buscar refugio tras la muralla de madera que habían erigido en la playa o, todavía mejor para algunos, en los barcos que zarparían rumbo a su tierra. Héctor, pisándoles los talones, los iba matando sin piedad. Los aqueos entraron en tropel en el campamento por las puertas abiertas, pero, perseguidos como iban por las garras de la muerte, nadie pensó en volver a cerrarlas.
Los troyanos entraron tras ellos, los pechos llenos ya de la esperanza de vengarse por los diez años de penas y pérdidas infligidas por el temido enemigo. La zanja y la muralla de madera habían protegido a los aqueos durante todo ese tiempo y sus barcos habían proporcionado una sensación de seguridad en los momentos malos de la batalla. Pero ahora se habían convertido en una trampa fatal a la que iban dirigidos con ímpetu por los troyanos, con valiente Héctor en la cabeza. La mayoría de los héroes cayeron heridos por las flechas y la fuerza de las espadas enemigas. Lo peor estaba todavía por ocurrir. El humo se elevó desde los barcos, y los corazones de los griegos se amedrentaron. Cuando el último barco ya estuviera deshaciéndose en carbón en el mar negro, los aqueos ya no tendrían más remedio que afrontarse a las hojas afiladas de las espadas enemigas. Héctor luchó furioso con una antorcha en la mano, poniendo fuego a los barcos en la playa. Todos se apartaban a su paso, aterrorizados por su furia.
Idomeneo había traído a la costa de Ilión ochenta barcos desde cien ciudades diferentes de Creta y no tenía la menor intención de verlos quemarse. Se plantó firme como un malecón para los aqueos. Volteó la doble hacha con furia encima de la cabeza y cuando el silbido ya estaba tan espeluznante como el hacha de la muerte, saltó desde la proa a la playa. Cayó justo en el equipo de Héctor, que daba vueltas por el campamento tal manada de lobos enrabiados en un redil indefenso.
Al ver al tremendo soldado, los troyanos se quedaron de piedra. La doble hacha siguió volteándose entre ellos sembrando dolor y sangre. Los hombres se mutilaban o se quedaban viendo sus entrañas caer en la arena desde el vientre abierto. Los gemidos de los que se caían dieron con la valentía de los demás. Ante la furia del rey que luchaba, hubieran huido si no hubiera sido por valiente Héctor, que salió adelante a luchar y terminar con cualquier pedazo de optimismo aqueo que pudiera mancharle los planes.
Pocos aqueos vieron de frente al defensor de Troya y todavía menos sobrevivieron para contarlo. Idomeneo fue uno de ellos. La lanza y la espada del troyano contra la doble hacha del cretense. La lucha fue dura e incierta, ya que ambos hombres sabían que se estaba jugando todo. Los hoplitas de ambos lados se quedaron mirando sin aliento. Respiraban aliviados cada vez que Héctor era repelido en el último momento o que el hacha caía con fuerza al lado del defensor de Troya. Hubieran luchado hasta la noche si no fuera por lo inesperable. Un hombre empujó el muro formado por los soldados y gritó: “¡Aquiles ya está en la batalla! ¡Sus mirmidones nos están masacrando!” Aquello fue el peor desenlace posible y Héctor lo sabía. ¡Qué final más infeliz! Ante la armadura divina de Aquiles, los soldados troyanos se dispersarían como palomas ante un halcón. “¡Ocupaos de los cretenses!” gritó a sus hombres apartándolos para llegar al punto de donde los troyanos se estaban retirando en olas. Pero quedaba claro que estaban aterrados. Idomeneo pasó la lengua por los labios con una sonrisa complaciente mientras levantaba la pesada hacha. “¡Al ataque, hombres!” gritó y se lanzó. Los intrépidos soldados cretenses se lanzaron tras él.
Los troyanos fueron derrotados. Ya sabían ellos que con Aquiles por detrás y un Idomeneo furioso por delante no tenían ninguna esperanza. El que realmente vestía la armadura era Patroclo, el íntimo amigo de Aquiles, pero nadie lo sabía, así que no tenía ninguna importancia. Idomeneo detuvo a Héctor por un buen rato, de manera que Patroclo pudo convencer a Aquiles pasarle a él la armadura y el mando de los mirmidones. Un poco más tarde cayó bajo la espada de Héctor retorciéndose de dolor, pero el vuelco ya estaba hecho. El vocerío y el estrépito de la batalla empezaron a alejarse del campamento de los aqueos. Todos los héroes lucharon poniendo en peligro sus propias vidas por hacerse con el cuerpo desnudo de Patroclo y devolvérselo a su íntimo amigo. Los troyanos cobraron valor al ver que no era Aquiles el que los perseguía. Hicieron un contraataque desesperado bajo la animación pesada de Héctor, pero con el grito descomunal de Aquiles, que había trepado en la muralla cuando supo de la muerte de Patroclo, se les heló la sangre en las venas. Todos se dieron cuenta de que la venganza sería suya. Se dispersaron hacia la muralla de Troya sin mirar atrás, mientras que los aqueos se quedaron a lamerse las heridas del día.


Esta vez es como si estuviera pasando ahora, aquí mismo. Tan vivo se me hace. Con el paso del tiempo el estrépito de la batalla me va persiguiendo de verdad” dijo Idomeneo en voz alta interrumpiendo la ensoñación. Se dio vuelta hacia la puerta pesada de su aposento borrando con esfuerzo los recuerdos heroicos. Frunció el ceño y con una expresión extraña en la cara intentó distinguir entre el recuerdo y el presente de la realidad. “Si no me estoy volviendo loco por la nostalgia de aquellos días, la batalla está justo a la entrada de mi cuarto” se dijo desconcertado.
Un fuerte golpe se escuchó tras la puerta y la sacudió. Algo pesado se había estrellado contra ella. Luego, se escucharon unas voces que no se discernían bien tras la madera gruesa. La puerta empezó a sacudirse entera y ya se escuchaban menos voces y cada vez más bajas. Luego, silencio. Pero ¿qué demonios estaba pasando en su propio palacio? Antes de poder reaccionar, inmovilizado por la sorpresa, volvieron fuertes los golpes en la puerta. Una y otra vez los quicios de la puerta se pusieron a escupir los clavos de la pared, mientras que un rugido, que parecía del otro mundo, acompañaba cada golpe.
Idomeneo descolgó de la pared la doble hacha y la empuñó fuerte. Sintió contento el arma pesada acomodarse en la palma dura y grande de su mano; hasta los callos de su mano estaban donde los había dejado el mango del hacha. La levantó a la altura de la frente con un filo hacia él y el otro hacia la puerta, que se derrumbó bajo la fuerza ejercida desde el otro lado.
En las penumbras del pasillo, justo delante de él, dos cuerpos se lanzaron hacia el rey de Creta. Los esquivó con unos movimientos rápidos e instintivos a pesar de su edad. Su mente ya había pasado al estado de batalla. Las pupilas de los ojos se dilataron para hacer el reconocimiento del pasillo oscuro. Todos los demás sentidos se agudizaron bajo la aparente inmovilidad. Un silencio reinó en el pasillo oscuro que llevaba a su cuarto. La luz de las antorchas colgadas en los muros del aposento real le permitían distinguir a sus guardias personales gracias a los reflejos de las armaduras: los cuerpos inertes yacían en el suelo.
Luego, su mirada fue a parar inconscientemente en los cuerpos de los hombres que habían sido tirados hacia él, ya rotos como muñecas en el suelo del cuarto real. El cobre de las armaduras se había mezclado con la carne aplastada y los huesos triturados. Algo había aplastado todo.
Rompió la puerta con los cuerpos” pensó el rey. “¿Qué clase de criatura tiene tanta fuerza que pueda matar a diez hombres armados y derrumbar una puerta tan pesada con los cuerpos de dos de ellos?”
Estremeció al no poder explicárselo. ¿Contra qué criatura extraña estaba luchando?
Bueno, amigo, si esta es nuestra última vez, que lo sea. Nadie vive para siempre” le dijo en voz alta al hacha. Dio un respiro hondo y balanceó su cuerpo pesado. Se preparó para un ataque contra lo desconocido. Tal vez el último de su vida.
Su ímpetu fue interrumpido por la aparición de una figura inmensa en la entrada. Oscura como la oscuridad. Alta como la puerta; su cuerpo tapaba completamente el marco. El rey flaqueó. Nunca había visto nada así. Este ser, fuera lo que fuera, era más oscuro que la noche más profunda. Tenía la ropa rota, podrida, colgando como trapos rotos en su cuerpo. La tela goteaba todavía agua del mar, como si la criatura hubiera emergido del abismo más grande del reino de Poseidón.
Observándolo pudo distinguir algas en todo su cuerpo. No se sabía dónde terminaba la ropa vieja y usada, y dónde empezaban las algas y la carne tal vez podrida. Toda la criatura tenía un color gris verdoso, podrido como carne agusanada. Idomeneo dio un paso atrás. La hediondez que se había desatado con la aparición de la figura era equiparable a su apariencia. Era como el olor de un muerto dejado en el sol pudriendo. Solo que este caminaba.
La figura levantó la cabeza. El pelo largo, envuelto también en algas y ostras entrelazadas, no alcanzaba a cubrir la parte superior de la cabeza, dejando a la vista la carne y el cráneo en algunas partes. Este velo repugnante de pelos colgaba escondiendo la cara, dando lugar a la imaginación, insinuando las caras de las peores pesadillas. En ese momento, el ser extraño levantó la cabeza hacia el rey profiriendo un alarido del otro mundo. El velo de pelo se apartó de la cara y desde lo hondo de los pulmones el horrible grito fue aumentando aterrando al valiente cretense.
La boca se abrió enorme y siguió abriendo desmesuradamente, casi despegando la mandíbula del resto del cráneo. Con el grito de la criatura, los trapos que llevaba y las algas en el pecho iniciaron un baile loco, como si el aire estuviera saliendo no solo de la garganta sino también del mismo pecho.
Idomeneo empezó a fijarse en detalles, ya que la criatura había salido de las tinieblas, y la sangre se le heló en las venas cuando se dio cuenta de que no había piel para cubrir los músculos podridos de la cara, donde también había partes óseas a la vista. Abrió los ojos bien grandes y su mirada se cruzó con dos huecos desnudos, con rastros de sangre coagulada y pus en el lugar de los globos de los ojos.
¿Quien eres?” gritó. Su mente se negaba rotundamente a acoger la imagen que le transmitían los ojos. “¿De qué reino de muertos huiste y vienes a perseguirme?”
En lugar de respuesta la criatura se lanzó furiosa en el cuarto contra el hombre.
Idomeneo se puso a voltear el hacha con la agilidad conseguida tras muchas batallas y heridas. La criatura esquivó los primeros golpes, mientras los filos del hacha formaban un muro de protección violento entre sus manos enormes e Idomeneo. En un momento se agachó para esquivar otro golpe y agarró un guardia muerto de la pierna. Se echó para atrás dejando  distancia y arrojó el cuerpo al rey.  Él reaccionó bajando el hacha con mucha fuerza. Con un golpe dejó el cuerpo en pedazos. Una vez despedazado el cuerpo, la sangre del muerto le dejó la ropa, la cara y la mente roja.
El rey se echó para atrás. Antes de poder limpiarse los ojos y aclarar la vista, la criatura agarró la puerta, que era inmovible para un mortal, y la levantó encima de la cabeza. Luego, con un solo movimiento la arrojó a Idomeneo. Él apenas tuvo el tiempo de tumbarse boca arriba en su cama. Dejó de respirar sintiendo la puerta casi tocándolo al pasar por encima de él. Todavía no se había levantado cuando, con una velocidad increíble para su tamaño, la criatura agarró el extremo de la cama y la sacudió fuerte. Idomeneo se lanzó al otro lado del cuarto como si hubiera estado en una catapulta. Aterrizó con un ruido sordo primero en el muro de piedra y luego en el suelo, al lado de su arma. La figura gigantesca agarró la cama con las dos manos y la levantó encima de la cabeza como si fuera un juguete. Los huecos vacíos miraron a Idomeneo y un nuevo rugido salió de su cuerpo podrido. 
El rey aprovechó la oportunidad que se le brindaba. Se incorporó con un salto empuñando el mango del arma con las dos manos. La levantó y la llevó detrás de la cabeza curvando el cuerpo como un arca. Luego, con toda su fuerza, liberó la energía acumulada y la lanzó apuntando al pecho de la figura. El hacha dio tres vueltas en el trecho que transcurrió silbando la canción de la muerte. Con un ruido sordo, uno de los filos se enterró hondo en el pecho del monstruo triturándole los huesos. Los brazos del gigante aflojaron y se derrumbó como un alto árbol bajo los golpes de los leñadores. La cama que tenía encima de la cabeza lo cubrió como una manta fúnebre. 
Idomeneo respiró con alivio. Descolgó del muro detrás de él una antorcha y se secó los ojos de la transpiración y la sangre ajena. Respiró hondo y luego dio unos pasos adelante. Tenía que ver qué era lo que le había atacado. 
Estaba bajando la antorcha hacia el suelo, cuando la cama casi explota y de sus entrañas sale otra vez la criatura, se levanta y lo agarra fuerte de la mano izquierda. En el pecho, donde tendría que haber un corazón en pedazos, estaba clavada el hacha.
Oh, dioses” murmuró el hombre y las rodillas se le doblaron por el dolor.
Con la mano que tenía libre, la criatura sacó el hacha de su cuerpo y entonces Idomeneo, ya de rodillas, pudo ver sorprendido los huesos de la criatura moverse lentamente con un crujido horrible. Se estiraron y se regeneraron hasta que se pegaron. Carne nueva empezó a formarse a partir de la ya existente, podrida y viscosa, en forma de innumerables gusanos que vibraban y regeneraban todo lo que estaba roto.
El demonio se puso a emitir estertores que podrían pasar por una risa demoníaca. Levantó el hacha y estaba a punto de darle el golpe fatal al rey sorprendido, cuando una lanza proveniente de atrás atravesó el vientre de la figura monstruosa y vino a parar por encima de la cabeza del rey, goteando un líquido verde. 
Idomeneo escuchó a sus hombres entrar en el cuarto y aprovechó el momento de distracción del monstruo para coger la antorcha del suelo y enterrársela hondo en el vientre. La criatura, sorprendida, tiró el hacha al suelo para sacarse la antorcha que le había prendido fuego.
¡Rápido, hombres!” reaccionó enseguida el rey, mientras agarraba su arma del suelo. “¡Quemad todo! ¡Que ese demonio no muere con armas!”
Los soldados se repartieron en el cuarto cogiendo antorchas del muro y prendiendo fuego a todo lo que se podía quemar y hacer expandir las llamas. 
¡Fuera! ¡A correr!” gritó el rey. Toda la sala se estaba quemando. La criatura logró sacarse la antorcha rompiendo su propia carne. “¡Cerrad las puertas del pasillo atrás y quemad todo en este piso!”
En el pasillo los hombres con su rey siguieron prendiendo fuego en todo lo que se podía quemar: cortinas, alfombras, muebles, cualquier cosa. El demonio los perseguía a grandes pasos. Su carne podrida y su ropa rota se estaban quemando y el olor era insoportable. Al final del pasillo, todos juntos cerraron la grande y pesada puerta de madera que separaba el piso real del resto del palacio. La aseguraron con su sólida viga. Los hombres se formaron delante de la puerta con las lanzas en posición de ataque y con el rey en el medio, angustiado, agarrando fuerte la doble hacha.
A pesar de todo el alboroto, todos estaban concentrados en los sonidos sordos de los pasos pesados y rápidos que venían del otro lado de la puerta y que se escuchaban cada vez más claros. Un rato más tarde, la puerta entera crujió y los quicios se agitaron, mientras la criatura cayó contra la puerta con fuerza. Luego, otra vez y otra vez más. Luego, silencio.
No puede ser” dijo fuerte Idomeneo a sus hombres. “Ahora el fuego se habrá expandido. ¿Cuánto aguantará?”
          “Mi rey, por aquí” se escuchó la voz de un guardia, que se había asomado a la ventana y estaba mirando hacia el ala que se estaba quemando.
Idomeneo se agachó y vio a una figura en llamas trepar para salir por una ventana. Por un momento vaciló y miró hacia él. Luego, gritó furiosa pero no dolorosa. Se lanzó al mar por la parte del precipicio sin vacilar, mientras su grito llegaba a los oídos de Idomeneo.
“Por el nombre de Júpiter, esto no puede ser” dijo el rey, mientras observaba la figura dejando una cola de fuego y huellas de humo trazando su camino. Tan pronto como se levantó una ola, la llama se venció por el agua del mar, dejando una huella de humo negro dispersarse en la brisa marina. “¡Abajo y rápido! ¡Y llamad a cada hombre disponible!” gritó y se echó a bajar la escalera con grandes saltos. 
Un rato más tarde, un gran grupo de soldados armados llegó corriendo a la costa, cerca de donde había caído el gigante.
Rastrear bien la playa por grupos” se puso a organizar a sus hombres Idomeneo. “Tenéis que estar alerta continuamente, pues cualquier error o despiste os puede costar la vida.” Eligió a algunos hombres y salió con ellos para rastrear la playa. 
En la penumbra solo se distinguían las antorchas moviéndose y reflejándose en el agua como las estrellas que se reflejan en la ola mecedora del mar nocturno. Arriba, en vez de la luna, alumbraba la torre del palacio, que se estaba quemando. Cada crujido de los muros abría una grieta en el corazón del rey. Pero no tenía tiempo para ponerse sentimental. Toda la ciudad ya estaba ayudando a apagar el fuego y lo que se podía salvar se salvaría. Y lo demás se construiría de nuevo. No era la primera vez que el palacio se amenazaba con destrucción y seguro que esta no era la peor de todas las amenazas anteriores.
El tiempo pasaba lento; parecía una tortura. Los hombres buscaban por las rocas, las grietas, los arbustos y las plantas; en cualquier lugar donde se podría haber escondido alguien. A veces un ruido emitido por los animales nocturnos les ponía los pelos de punta y los hacía incorporarse y preparar las armas. Al darse cuenta de lo que les había puesto en alerta, se reían en silencio para animarse y continuaban. Finalmente, la noche se disipó y los primeros rayos del sol vinieron a romper la oscuridad y el miedo en sus almas. 
Ya habían rastreado la zona y estaban por retirarse cuando se dio la voz de alarma. “¡Por aquí! ¡Por aquí!” Todos echaron a correr hacia la dirección de la voz y donde ya se habían reunido en corrillo los que estaban más cerca. Al rato llegó el rey con su equipo y vio a sus soldados agarrando a un hombre. Tenía los brazos colgando y estaba tan agotado que no los podía mover. Estaba empapado hasta la médula y tenía la piel arrugada por haber estado tanto rato en el agua. La arena se le había pegado cubriéndole la mitad de la cara con una máscara de oro.
¿Quién eres tú?” le preguntó Idomeneo al extraño. 
Ahí” mostró con falta de fuerzas el hombre con el índice del brazo levantado. “Los mató a todos. Ahí, en el barco.”
¿Quién, hombre?” preguntó el rey inquieto mirando hacia esa dirección sin ver nada. “¿A quiénes mató?”
La cara del extranjero se convulsionó mientras tomaba ávidamente el agua ofrecida emitiendo ruidos. Se lamió los labios para asegurarse de que no se perdía ni una gota de agua y, ya con algo más de fuerzas, se dio vuelta hacia Idomeneo, que lo estaba mirando ansioso.
Veníamos a tu puerto, mi rey, y teníamos un viento favorable. En un momento vimos un fuego en la oscuridad, como si se hubiera erigido un faro. Nos dimos cuenta de que venía de donde el palacio y a esa distancia más o menos. Cuando vimos que el fuego se extendía tanto, nos preocupamos” empezó a contar el marinero tras haberse incorporado un poco, mientras un soldado lo envolvía en su capa para que le dejara de temblar el cuerpo y la voz. Idomeneo se arrodilló frente a él.
Ya llevábamos un rato navegando hacia las llamas, cuando de repente el viento paró por completo y junto con él todo ruido del mar. Fue espantoso. Un silencio absoluto. No se escuchaba ni siquiera el sonido del barco en el agua. Dejamos lo que estábamos haciendo y nos miramos. Entonces, una bruma extraña se levantó. Muy rara. El capitán dijo que en veinte años que llevaba en el mar nunca había visto algo así. Las estrellas desaparecieron y no podíamos ver nada de un extremo del barco al otro. Tan espesa era la calina. En ese momento se rompió el silencio. Al principio, fue como una ola grande, como si un delfín estuviera nadando a nuestro lado. Luego, el barco se inclinó y una mano se agarró de la borda derecha. Una criatura que parecía hombre, pero enorme, repugnante de físico, saltó a la cubierta. Yo fui el primero que encontró en su camino, tal vez tuve suerte, y la criatura me golpeó con la mano. Sentí los dedos duros como garras.” El hombre abrió el manto y apartó la ropa del pecho. Todos vieron las heridas en la piel de su pecho, hechas de una mano que parecía humana. “Con ese golpe me caí en el mar. Caí de espaldas. Dolía tanto que dejé la corriente llevarme hacia aquí. Lo único que escuchaba eran los gritos de dolor y de muerte de mis compañeros. Después de un rato ya no se escuchaba nada. El silencio mortal en la bruma había vuelto. Tenía que recuperar las fuerzas. Abrí los brazos y eché la cabeza hacia atrás en el agua. Mi cuerpo flotó en la superficie del mar. Me imaginaba que así deben de sentir las gaviotas cuando se quedan flotando por encima de las olas, libres. Tenía que mantener la mente ocupada con imágenes que borrarían el miedo. Si el barco se dirigía hacia mí, estaba perdido. Pero no fue hacia donde estaba yo. La bruma se fue disipando o, más bien, alejando. Las primeras estrellas empezaron a aparecer en el cielo y respiré aliviado. Levanté la cabeza y miré alrededor. Desde donde estaba veía que no había bruma en el mar salvo alrededor del barco. Lo tenía rodeado y lo seguía. Y el viento…” dijo cerrando los ojos evocando la escena. “El viento siguió soplando del norte al sur, hacia aquí. Pero donde el barco, no. Desde que se levantó la bruma, un viento sureño local hinchaba las velas en dirección contraria y parecía que seguía soplando de esta manera empujándolo hacia nuestro punto de partida, mi rey.”
¿Y cuál fue su punto de partida? Cuéntanoslo” lo presionó Idomeneo. 
Esparta, mi rey. Esparta” dijo él agotando la última gota de fuerza que le quedaba con los ojos saliéndose de las órbitas de tanto susto. Agarró de nuevo el calabacino de agua y se puso a tomar otra vez. 
Idomeneo se levantó y miró hacia el norte. Sopesó la situación por un rato y luego les dijo a sus hombres: “Preparad el barco real tan pronto como sea posible. Avisad a los mejores marineros y al capitán más hábil, Kerkilas. Elegid también a los veinte hombres más fuertes  de la guardia para que vayan con nosotros con todo su equipamiento” y fue a prepararse.
Entrando por las puertas del palacio inspeccionó rápidamente los daños y escuchó los informes de sus hombres agotados. La parte de los aposentos reales estaba totalmente destruida por el fuego. De hecho, de cierta altura y para arriba debía volver a construirse, ya que los muros de piedra estaban agrietados por las temperaturas altas de las llamas. Encargó este trabajo al arquitecto del palacio, dando órdenes al mismo tiempo al escribano a apoyar con recursos humanos y materiales de la caja fuerte real y del patrimonio real. Terminado esto, llamó a los jefes de las guardas. ¿Por dónde entró esa criatura en el palacio? ¿Cómo puede ser que nadie se haya dado cuenta hasta que no estuviera en el aposento del rey?
¿Quién lo vio primero?” gritó cuando ya estaban formados todos los centinelas de la noche anterior delante de él. “¿Por dónde entró?”
Los centinelas se miraron en los ojos y se encogieron de hombros desconcentrados. Idomeneo los volvió a mirar. No eran de la clase de hombres que rehusarían sus responsabilidades. Tampoco el rey era de la clase de monarca que imputaría responsabilidades indiscriminadamente. Lo había demostrado muchas veces y en condiciones difíciles y sus hombres lo valoraban portándose de manera similar.
Fue por el laberinto por donde entró, mi rey” se escuchó una voz suave detrás de él. Idomeneo se dio vuelta sorprendido y miró a una mujer bella, de pelo negro y largo, que formaba rizos gruesos en sus hombros desnudos. La luz de la antorcha que llevaba en la mano penetraba el quitón fino y dejaba adivinar las curvas de su cuerpo como una sombra dulce.
Gran sacerdotisa, ¿qué haces tú aquí?” le preguntó apartándola de los demás.
Ella lo miró con esos ojos suyos penetrantes, negros y grandes. “Es imposible que haya entrado por el laberinto” le dijo después. “Solo el rey y la gran sacerdotisa se saben los caminos posibles para entrar o salir de allá y, de todos modos, ¿cómo y por dónde entró allí?” 
La gran sacerdotisa no contestó. Se deslizó de las manos del rey y haciéndole un ademán para que la siguiera, cruzó el patio interior del palacio. Bajó las escaleras liviana, de puntillas sobre sus dedos preciosos. En un rato ya estaba dos niveles más abajo, en el sótano donde estaba la entrada del famoso y temible laberinto. Allí solo podía entrar el rey, la gran sacerdotisa y los sacerdotes del laberinto. Idomeneo la siguió inquieto.
Al final de la bajada, los sacerdotes y los guardias del templo, que estaban bajo el mando de la gran sacerdotisa, estaban de pie frente a un muro. Enseguida se apartaron  cuando la vieron junto con el rey acercándose y dejaron al descubierto una entrada oscura. Un monolito, que servía para sellar la entrada, estaba derrumbado, yaciendo ya en el suelo.
 “Tras la gran catástrofe que mandaron los dioses a Cnosós, decidimos cubrir para siempre la entrada al laberinto y a todo lo que contiene hasta que quede solo una leyenda para las generaciones venideras. No podemos soltar al terror.”
Idomeneo hizo que sí con la cabeza al escuchar esas palabras.


Después de la victoria del ateniense Teseo sobre el Minotauro y de la liberación de Atenas de la influencia de Creta, se abrió una era de golpes duros para Minos. El colmo fue la gran catástrofe. Aunque, como se supo después, la gente de la isla de Thera había entendido con tiempo los malos augurios para la explosión del volcán, los cretenses no reaccionaron.
La primera señal fue el cielo. Oscureció de manera poco natural y un olor a cenizas cubrió toda la ciudad. La sombra inesperada y la bajada de la temperatura hicieron que todos salieran de las casas y dejaran sus trabajos. Las cenizas empezaron a bailar en el aire y un silencio reinó. Minos estaba en el punto más alto del palacio, en la celda donde había tenido encarcelado a Dédalo y a su hijo, Ícaro. Los dos atenienses habían desaparecido saliendo por la ventana y volando hacia el norte, lo más probable hacia su tierra, solo dos días atrás. Él había mandado un barco a perseguirlos, si es que se podía. Ahora estaba recogiendo en el cuarto-celda los diseños del científico ateniense con cuidado para que no saliera ningún diseño del laberinto fuera del palacio. Unos gritos de duda y miedo que luego se convirtieron en gritos de pánico entraron por la ventana. Minos se dio vuelta y miró hacia afuera. La gente había salido de todas partes y estaba corriendo cuesta abajo hacia el puerto. Miró hacia el mar. El agua se había retirado y la arena del fondo se había revelado, dejando a la vista estrellas del mar, cangrejos y todos los seres marinos que no podían irse. Nunca hasta ese momento había escuchado que pudiera ocurrir tal cosa. Salió del cuarto y bajó rápido por las escaleras de la torre. Tras él, sus dos guardias personales trataban de alcanzarlo.  
Ya estaba en el patio, en la planta baja del palacio, y estaba por bajar hacia la entrada del laberinto para buscar a la gran sacerdotisa y pedirle explicaciones sobre la voluntad de los dioses. En aquel momento se dio cuenta del zumbido creciente que iba cubriendo los gritos de sus súbditos. Se dio vuelta hacia el mar y abrió los ojos grandes. El agua estaba regresando. Pero no como se había ido, sino como un muro inmenso de agua. Una ola espumada venía rápidamente hacia el castillo, y mientras más se acercaba, más crecía su altura y su rugido. Hizo ademán de darse la vuelta, pero se dio cuenta de que no tenía adonde ir para estar a salvo. Echó un vistazo a la torre donde había encarcelado a Dédalo con su hijo. Su manera de escape era la única manera de huir. Miró otra vez hacia el mar y vio que la parte inferior de la ciudad ya estaba bajo el agua, que ahora estaba tragando a la gente que intentaba correr escaleras arriba. “Menos mal que mi hijo y mi nieto están en el monte de Ida para la iniciación de Idomeneo” fue el último pensamiento que le dio valor para no gritar antes de ser tragado por aquella montaña de agua.
El hijo de Minos acababa de celebrar el rito de iniciación de su hijo en el sagrado monte de Ida, de donde provenía su nombre – Idomeneo: la fuerza, el vigor de Ida. Cuando llegó a Cnosós, el agua ya se había retirado revelando la catástrofe. La ciudad había desaparecido por completo. Del palacio no quedaba casi nada. Los campos ya estarían estériles por una temporada debido al agua salada, y todos los abastos estaban perdidos. “¿Por qué?” le preguntó a la gran sacerdotisa como rey y sucesor de Minos. “Tu padre hizo muchas cosas que disgustaron a los dioses. A pesar de que yo le dije que la victoria de Teseo y la huida de Dédalo con su hijo eran augurios para que cerrara el laberinto y dejara de practicar sacrificios humanos, él no me hizo caso. El castigo que le tocó fue terrible. Ahora te toca a ti y a tu generación cumplir con la voluntad de los dioses, y si no, verse afrontados con el mismo destino.”
El laberinto se selló para siempre por orden del rey. Por la misma orden, se prohibió todo tipo de sacrificio humano en Creta. Idomeneo heredó esta orden cuando se proclamó rey de Creta y cumplió con ella piadosamente.


Vosotros quedaos aquí. Levantad el monolito y preparaos para sellar la puerta, si no salgo en un rato ο si escucháis cualquier otra criatura acercándose” ordenó y, con el hacha apuñada en una mano y la antorcha en la otra, penetró en la penumbra.
Giró en la primera esquina tras un largo pasillo de entrada. Caminaba firme contando los pasos y eligiendo cada vez la apertura correcta. Cuando se nombró rey, la primera cosa a la que fue iniciado por la gran sacerdotisa fue la verdad del laberinto y el camino correcto, que ya había aprendido de memoria y repetido mentalmente muchas veces. No estaba muy lejos de la entrada cuando un pedazo redondo de arcilla cocida le llamó la atención. Se agachó para verlo y apoyó la enorme doble hacha en el muro. Cogió el disco y lo limpió de la tierra. Medía unos dieciséis centímetros de largo y apenas dos de grosor. Cuando la arcilla estaba fresca, se había usado un sello para imprimir en ella la escritura. Luego se coció y se guardó en el registro. Miró los símbolos que empezaban en la parte exterior del disco y continuaban en espiral hacia el centro. Había muchos discos así en el palacio. En ellos registraban los escribanos la contabilidad del palacio y el inventario de los almacenes. Pero lo que contenía este disco no eran aburridos números e informes. Él ya sabía qué era lo que describía. Se lo había aprendido años atrás. Pero solo había dos discos de estos. Uno estaba en la posesión de la gran sacerdotisa aquí y una copia de seguridad en el palacio de Festós en el sur. ¿De dónde salió un tercero? Y ¿este silencio? ¿Acaso el demonio de su generación había perecido en manos de otro demonio? Porque no había nada del mundo de los mortales que lo pudiera matar. Una sola vez cayó por la mano del semidiós Teseo, pero fue solo para recuperarse más furioso que nunca. Desde entonces los reyes de Creta, junto con las sacerdotisas, habían tenido que tratar de domar aquella maldición.
Siguió caminando pensativo, contando los pasos y girando correctamente. A la derecha, luego otra vez a la derecha y luego a la izquierda. La sala grande, el nido del toro, el mismísimo centro del laberinto. Alumbró el lugar. Había sangre coagulada por todas partes. En los muros, en el suelo, por lo menos la sangre que no se había tragado la tierra. Escudriñó sus alrededores. No sabía si tenía el corazón pesado o no. Sin embargo, se mantuvo alerta.  En el muro de enfrente, en una de las seis entradas de la sala – dos llevaban la una a la otra y dos más no tenían salida – una sombra le llamó la atención. Se acercó y se agachó. Un cuerno de toro, o más bien su punta, de dos palmas como las suyas de largo, estaba clavado hondo en el muro. Trató de sacarlo, pero no pudo. Sabía porqué estaba ahí. La leyenda se había transmitido de boca en boca.  El principio del fin del poder de su dinastía. La criatura no se podía matar con armas humanas, pero Teseo había logrado vencerla. Este cuerno roto era el trofeo de su victoria, que no obstante nunca pudo llevarse para poder ostentar. El Minotauro se quedó ahí atrapado para morir de hambre, ya que nadie se atrevería a acercarse a él y nadie más se convertiría en su presa. Hasta que la criatura, con insufribles dolores, se rompió el propio cuerno y se liberó por su cuenta mucho más tarde. Nadie estaba seguro de cuándo exactamente, pero seguro que después de la muerte de Minos.
Bajó la antorcha de manera que alumbrara el suelo. Huellas de sangre salían de la segunda salida que sí que llevaba afuera, si uno se sabía el camino. 
Se dio vuelta hacia la dirección contraria pensativo.
Cerrad la entrada” gritó al salir.
Los hombres ya habían levantado la puerta de piedra y la corrieron para sellar la entrada con grandes esfuerzos. Idomeneo cogió a la gran sacerdotisa del brazo y la apartó suavemente. Sacó del cinturón el disco que había encontrado en el suelo del laberinto. “¿Cómo?” le preguntó mostrándoselo. Ella lo miró cuidadosamente sin ocultar su sorpresa. “No… no lo sé” dijo con un hilo de voz. “El disco del templo está siempre en su lugar. Los últimos informes de la sacerdotisa de Festós no dicen nada de robo de la copia. Mandaré a averiguar, pero estoy segura de que esta es una tercera copia que no debería existir.”
“Sin embargo existe” dijo el rey apretando los labios. “Asegúrate de que no ha sido robada la copia de Festós y lleva a cabo una investigación sobre si alguien con acceso lo ha copiado. Ya sé que los sellos fueron destruidos por Dédalo al terminar los dos discos bajo el reino de mi abuelo, Minos”.
La sacerdotisa asintió.
 “Hay otro misterio más. Cómo entró la criatura en el laberinto. Según todos sabemos, hay una sola entrada, que es al mismo tiempo la salida.”
“Los misterios son muchos, mi rey” le dijo ella, “y todos piden a gritos ser resueltos.” Idomeneo salió pensativo de la sala y empezó a subir con pasos pesados las escaleras hacia el palacio.
El barco ya está listo, mi rey” se escuchó la voz de un soldado cuando llegó él al nivel del patio. “Tu equipaje para el viaje y todo lo necesario te está esperando ya en el barco.”
Idomeneo bajó hacia el puerto. Se acercó al barco, que parecía listo para zarpar, y se embarcó corriendo.
¿Adónde vamos, mi rey?” preguntó el capitán.
Idomeneo miró hacia su palacio. Sopesó rápido la situación, volvió a pensar los datos que tenía. Luego, giró la cabeza hacia el norte.

A Esparta, mi amigo” respondió con la mirada perdida en el horizonte. “Al rey Menelao.”

Κυριακή 11 Οκτωβρίου 2015

Pedro Olalla, Η μετέωρη Ελλάδα

Παραβρέθηκα σήμερα στην παρουσίαση του βιβλίου του Pedro Olalla  (Πεδρο Ολάγια) "Η Μετέωρη Ελλάδα".
Τον Pedro Olalla τον γνωρίζω μόνο από το έργο του "Οι τόποι των μύθων" ένα εκπληκτικό ντοκυμανταίρ για τους μύθους της αρχαίας Ελλάδας και το οδοιπορικό στους τόπους του κάπου το 2000. Μέσα από αυτό το έργο του άντλησα στοιχεία για το δικό μου μυθιστόρημα "Στις πύλες του Άδη" και στην παρουσίαση έδειξα τμήμα τους.

Για έναν κατ' επιλογή Έλληνα, φιλλέληνα, όπως ο Pedro Olalla θα ήταν αδιανόητο να μην ασχοληθεί με το μέγιστο επίτευγμα του Ελληνικού πολιτισμού, την Δημοκρατία. Ειδικά στους χαλεπούς καιρούς που βιώνουμε τα τελευταία χρόνια όπου η όλο και περισσότερο περιορισμός της είναι ασφυκτικός όσο και η εξαθλίωση που επιβάλλεται.

Την παρουσίαση οργάνωσε η Πρωτοβουλία για νέο Σύνταγμα και ομιλητής ήταν ο επίτροπος της Ισπανικής πρεσβείας για θέματα πολιτισμού και ο Βασίλης Ξυδιάς, αρθογράφος, μέλος της "Πρωτοβουλίας, άνθρωπος των κινημάτων και, πάνω απ'όλα, εκπαιδευτικός.
Ο Βασίλης είχε παρουσιάσει και το δικό μου βιβλίο "Δημοκρατία, αυτή η άγνωστη ... κρίση"  και ομολογώ ότι, ευχάριστα, δεν ήταν αυτή η μοναδική ομοιότητα στην προσέγγιση του διανοητή Olalla με τη δική μου ματιά.

Αναρτώντας τις φωτογραφίες που πήρα και κρατώντας τις εξαιρετικές τοποθετήσεις του Pedro Olalla και του Βασίλη Ξυδιά, επιφυλάσσομαι να γράψω περισσότερα όταν διαβάσω το βιβλίο.










Παρασκευή 9 Οκτωβρίου 2015

Σπαζοκεφαλιά...

Ποτέ δεν έχω βάλει κάτι προγραμματιστικό και μια και έπαιζα με κάτι ρουτίνες  θα βάλω τη μία από τις δύο λύσεις στο πρόβλημα που δημιούργησα για να παίξω... 
Είναι η λάθος λύση προφανώς αλλά μου αρέσουν οι πίνακες.

Η σωστή είναι πιο απλή και μικρότερη... αλλά τούτη εδώ έχει ένα ενδιαφέρον για το Exit For

Enjoy...

Public Class Form1
    Dim rndNumber As New Random()
    Dim arNumbers(44) As Integer
    Dim arTzoker(19) As Integer
    Dim arSelected(4) As Integer
    Dim i As Integer = 0
    Dim numbers As Integer = 1
    Dim swExit As Boolean = False


    Private Sub btnStart_Click(sender As Object, e As EventArgs) Handles btnStart.Click
      
        If numbers > 5 Then
            i = rndNumber.Next(0, arTzoker.Length - 1)
            lblTzoker.Text = (i + 1).ToString
            btnStart.Enabled = False
            btnReload.Enabled = True

        Else
            lblNumb.Text = lblNumb.Text & numbers & vbCrLf
            getNumbers()
            numbers = numbers + 1
        End If

    End Sub


    Private Sub getNumbers()
        If numbers = 1 Then
            i = rndNumber.Next(0, arNumbers.Length - 1)
            arSelected(numbers - 1) = i + 1
            lblNumbers.Text = i + 1
            Exit Sub
        End If

        i = rndNumber.Next(0, arNumbers.Length - 1)

        For idx = 0 To numbers - 1
            If arSelected(idx) = (i + 1) Then
                lblDouble.Text = lblDouble.Text & (i + 1).ToString() & vbCrLf
                getNumbers()
                swExit = True
                Exit For
            End If
        Next
        If swExit = False Then
            arSelected(numbers - 1) = i + 1
            lblNumbers.Text = ""
            For idx As Integer = 0 To numbers - 1
                lblNumbers.Text = lblNumbers.Text & arSelected(idx) & vbCrLf
            Next
        Else
            swExit = False
        End If

        'lblNumbers.Text = lblNumbers.Text + (i + 1).ToString + Environment.NewLine
        Exit Sub

    End Sub

    Private Sub btnReload_Click(sender As Object, e As EventArgs) Handles btnReload.Click
        Init()

    End Sub
    Private Sub Form1_Load(sender As Object, e As EventArgs) Handles Me.Load
        Init()
    End Sub
    Private Sub Init()
        For idx = 0 To arNumbers.Length - 1
            arNumbers(idx) = idx + 1
        Next
        For idx = 0 To arTzoker.Length - 1
            arTzoker(idx) = idx + 1
        Next
        btnReload.Enabled = False
        btnStart.Enabled = True
        numbers = 1
        i = 0
        For idx = 0 To 4
            arSelected(idx) = 0
        Next
        lblTzoker.Text = ""
        lblDouble.Text = ""
        lblNumbers.Text = ""
        lblNumb.Text = ""

    End Sub

    Private Sub btnForm2_Click(sender As Object, e As EventArgs) Handles btnForm2.Click
        Me.Hide()
        Form2.Show()
    End Sub
End Class

Σάββατο 3 Οκτωβρίου 2015

Pedro Olalla

Τον Πέδρο Ολάγια τον γνώρισα από το έργο του, "Μυθολογικός Άτλας της Ελλάδας που έκανε ντοκυμανταίρ η ΕΡΤ. Ανέτρεξα για πηγές για το τελευταίο μυθιστόρημά μου "Στις Πύλες του Άδη, Εκδόσεις "Εντύποις" και στην παρουσίαση του βιβλίου τον Δεκέμβριο του 2014 παίχτηκε ένα τμήμα από αυτή τη σειρά ντοκυμανταίρ, ειδικά το κομμάτι που αφορούσε τα νεκρομαντεία, τον κάτω κόσμο και τις πύλες του Άδη.

Δείτε :
https://www.youtube.com/watch?v=mT3IksPx0eY

http://polparioritsas.blogspot.gr/2014/12/12.html
http://polparioritsas.blogspot.gr/2015/05/3.html
http://polparioritsas.blogspot.gr/2015/03/22-2-2015.html
http://polparioritsas.blogspot.gr/2014/12/blog-post_14.html
https://www.youtube.com/watch?v=mT3IksPx0eY