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Capítulo 11
La doble hacha
Hacía ya un buen rato que la
noche había caído sobre la gran isla. Un leve viento del norte, que había
atravesado todo el mar Egeo desde los lugares remotos de los hiperbóreos,
empezó a acariciar las costas de Creta arrugando la manta del mar. Los barcos
amarrados se agitaron un poco en sus sueños y pusieron proa con el soplo de
viento. La brisa fresca los adelantó indiferente, haciendo el agua salada
mezclarse con el agua dulce del río que llegaba del monte para refrescar al
mar. El agua del canal se estremeció y el viento siguió monte arriba hacia el
palacio.
De camino se encontró con otro
puerto, más pequeño, a los pies del edificio imponente que dominaba la zona
cerrándole el paso. Acarició a los hombres que estaban descansando al lado de
unas pequeñas balsas, de donde acababan de sacar las mercancías que traían los
barcos del puerto más grande, el de más abajo.
La brisa, una vez en el
palacio, se puso a jugar a coger entre las columnas rojizas cuya base tenía un
diámetro más pequeño que su capital y una forma muy ovalada. Dio una vuelta por
la piel bronceada de los soldados, poniéndoles los pelos de punta y haciéndoles
recogerse cogidos desprevenidos.
Pasó por las amplias bodegas, donde en unas inmovibles tinajas del tamaño de una habitación se almacenaba miel, aceite y otros bienes necesarios para el abastecimiento del reino, especialmente del palacio.
Pasó por las amplias bodegas, donde en unas inmovibles tinajas del tamaño de una habitación se almacenaba miel, aceite y otros bienes necesarios para el abastecimiento del reino, especialmente del palacio.
Ahora se lanzaba por los edificios centrales del palacio de
Cnosós. Los pasillos del palacio parecían un laberinto – los lugareños los
llamaban “dedálicos” por el nombre del arquitecto ateniense que los había
diseñado solo dos generaciones atrás, Dédalo. Los muros habían sido adornados
por los mejores pintores de Creta y de su colonia, la isla de Stronguilí. La
caricia de la brisa meneó las figuras de los murales preciosos.
La falda blanca del príncipe
ondeó y los lirios que tenía en la mano perfumaron sus colores para que la
brisa los oliera. Los adolescentes dejaron por un rato la lucha eterna para
refrescar un poco los cuerpos sudorosos. La brisa arreció un poco para ayudar a
un joven a saltar por encima de la espalda de un toro furioso. Así superó frente
al público de la ciudad la prueba de iniciación, que marcaba el paso de niño a
hombre.
En el último mural se veía una sacerdotisa preciosa, de pelo negro
y brillante, cuyos rizos le caían sobre los hombros. En los puños tenía unas
cabezas de serpientes cuyas colas le tenían envueltos los antebrazos. Un
excepcional vestido de color azul profundo resaltaba la cadera fértil y
sensual, y la cintura estrecha. El vestido estaba diseñado de manera que dejara
descubiertos los senos, crianderas de los niños y del amor. El viento del
norte, arreciando, acarició los pezones grandes y oscuros, que se excitaron y
sobresaltaron sorprendiendo a la sacerdotisa dulcemente.
Llevando los olores y los
colores de todo el palacio, el viento del norte trepó hasta la torre central y
entró por la ventana abierta en el aposento del rey. Sopló fuerte y
revitalizador en la cara del monarca del lugar meciéndole el cabello largo y la
barba frondosa. El rey corpulento aspiró ávidamente y se llenó los pulmones.
Guardó el aire un rato tratando de quedarse con el sabor y cerró los ojos
grandes y castaños. Luego, espiró fuerte. Se dio vuelta de la ventana y apartó
la mirada del norte, hacia donde había estado mirando un largo rato, y se quedó
frente al muro que tenía detrás.
Su mirada emprendió el viaje
de la misma manera que muchas otras noches. Primero, miró el gran clavo, que, a
pesar de estar metido muy profundamente en el muro de piedra, apenas sostenía
el peso que colgaba de él. El mango, hecho de madera de olmo, estaba tallado de
manera que pudiera acoger la mano enorme del rey. Para evitar deslizarse,
estaba estrechamente envuelta con la piel de una cierva matada por él mismo y
elaborada a la perfección por el curtidor del palacio. Antes de ser ajustada al
mango había sido mojada para que quedara más blanda, y envuelta estrechamente
en la madera. Cuando la piel ya estaba seca, se abrazó fatalmente con la madera
y quedó unida a ella para siempre. En la parte de atrás del mango había un
agujero en la madera para una faja de piel gruesa y ancha, por donde pasaba la
muñeca del rey cuando la agarraba, o se usaba simplemente para colgarla en el
muro – como ahora.
En el otro extremo del mango,
la madera se divisaba orgullosa y dura entre la piel y el cobre. Brillante,
hasta en la oscuridad, una pieza gruesa del fuerte metal forjado tenía un
agujero para acoger la madera irrompible. Tenía magníficamente grabada entre
los dos filos una cabeza de toro de grandes cuernos soplando furibundo: el toro
blanco de Creta, símbolo del poder y de la gloria del linaje de Minos.
El rey se acercó más. Su mano
se extendió y tocó uno de los dos puntos afilados. Atravesó con el pulgar el
filo con una caricia que le dolió. Gracias al cuidado diario y al afilado
frecuente, se mantenía tal como cuando la empuñaba el rey furioso encima de la
cabeza. Los troyanos y sus aliados se echaban a correr al verla.
¡Cuántos hombres valientes,
que habían desafiado su silbido en el aire, habían caído muertos frente a ella!
“Como siempre”, empezó a
perderse en sus pensamientos el rey, “escucho los alaridos, el estrépito, el
dolor de la muerte… Todo.”
Pasó la mano por el cobre. Se
fijó en el contraste entre el metal liso pulido y la piel ya vieja, arrugada y
manchada por el contacto con su mano. Siguió mirando, tratando de evocar recuerdos
que le permitieran huir, hasta que se borraron las manchas y las arrugas de su
piel. Rejuveneció delante de sus propios ojos, en su mente. El rumor de las
olas se escuchaba fuerte y unas voces de terror empezaron a rodearlo. Aquel día
volvió otra vez. Tal vez el día más grande de la guerra, para él y para todos
los aqueos.
Los troyanos tuvieron que
esforzarse mucho para echarlos al mar y lo consiguieron. Luchaban como locos,
como si fuera su última oportunidad. Tal vez lo era. Aquiles, cuya figura
bastaba para sembrar el terror en el campo de batalla y los hacía esconderse
detrás de la muralla, hacía ya tiempo que no salía a luchar. Pero, además,
parecía que entre los demás aqueos reinaba la discordia y la rivalidad. A pesar
de que habían tenido éxitos en operaciones de asalto nocturnas en el campamento
enemigo, en el campo de batalla ya no luchaban con el mismo fervor, y tampoco
sus reyes los animaban para eso. Héctor estaba seguro de que, no solo ya no
corrían ningún peligro de perecer ellos mismos, sino que además los aqueos
pronto caerían indefensos bajo su espada. El día anterior la palanca se había
inclinado a su favor a la puesta del sol, y antes del amanecer ya había
cambiado todo otra vez.
Algunos reyes griegos habían
entrado en secreto en el campamento y matado a Reso, el rey de Tracia. Lo peor
fue que les robaron los caballos antropófagos. Con ellos al lado de los
troyanos ningún aqueo sobreviviría. Seguro que les arrojarían al mar. Además,
aquella misma noche habían llegado los tracios y Príamo había convocado a los
troyanos y a sus aliados a reunirse para conversar. La pobre de Casandra, que
la tenían por medio loca, gritaba que estaban encaminados hacia la muerte y la
perdición. Aquel día hasta las sacerdotisas de Palas Atenea estaban de acuerdo
con ella. “Los auspicios están contra nosotros, mi rey” había declarado
pomposamente el sacerdote jefe, lo que hizo que Héctor saltara y gritara: “¡El
mejor augurio, y el único, es la defensa de la patria!” Las circunstancias estaban a
su favor y Héctor ya sabía: sentía que tenían que aprovechar la oportunidad.
Ahora que los aliados se habían multiplicado y eran más fuertes, y los aqueos
estaban divididos y privados de su héroe más fuerte. Y mientras todos en la
reunión estaban vacilando ante la decisión que deberían tomar, Reso saltó y
abrazó a Héctor. Alabó su patriotismo y valentía y les recordó el oráculo
enviado por Príamo para aliarse con él. “Cuando sus caballos hayan comido de
los pastos troyanos, vendrá la derrota de los aqueos”. La decisión fue unánime.
Bien caída la noche, Reso estaba agonizando en su sueño, degollado por la
espada de Diomedes, el rey de Argos. Todos los caballos de los tracios, quienes
eran excelentes jinetes pero muy malos como tropa de a pie, así como los
monstruos divinos de Reso, ya pertenecían a los aqueos. No habían alcanzado a
pastar en el campo de Troya. Todo había cambiado radicalmente, pero Héctor
mandó a sus hombres a formar en el campo de batalla, cerca de la muralla del
campamento de los aqueos. Miró una y otra vez la formación. ¡Qué diablos! Si
tuvieran los caballos, ya habrían atacado. Los caballos compensarían la
ausencia del divino Aquiles. Pero no estaban. No estaban tirando el carro de
ningún rey aqueo. O los caballos habían huido y ya estaban por los montes de
Ida o, tal vez mejor, el rey que se los llevó quería esconderlos de los demás o
de Agamenón. Esto demostraba una gran discordia entre ellos y confirmaba lo que
él ya intuía. Hoy tenían que arrojarlos al mar.
La batalla en campo abierto
duró poco. Cuando se creó una brecha en las líneas de los itaqueños de Ulises,
Diomedes no fue a ayudar. Héctor aprovechó la oportunidad llevando a sus
hombres a la brecha, destruyendo así la defensa del enemigo. Los griegos
aterrados se echaron a correr para buscar refugio tras la muralla de madera que
habían erigido en la playa o, todavía mejor para algunos, en los barcos que
zarparían rumbo a su tierra. Héctor, pisándoles los talones, los iba matando
sin piedad. Los aqueos entraron en tropel en el campamento por las puertas
abiertas, pero, perseguidos como iban por las garras de la muerte, nadie pensó
en volver a cerrarlas.
Los troyanos entraron tras
ellos, los pechos llenos ya de la esperanza de vengarse por los diez años de
penas y pérdidas infligidas por el temido enemigo. La zanja y la muralla de
madera habían protegido a los aqueos durante todo ese tiempo y sus barcos
habían proporcionado una sensación de seguridad en los momentos malos de la
batalla. Pero ahora se habían convertido en una trampa fatal a la que iban
dirigidos con ímpetu por los troyanos, con valiente Héctor en la cabeza. La
mayoría de los héroes cayeron heridos por las flechas y la fuerza de las
espadas enemigas. Lo peor estaba todavía por ocurrir. El humo se elevó desde
los barcos, y los corazones de los griegos se amedrentaron. Cuando el último
barco ya estuviera deshaciéndose en carbón en el mar negro, los aqueos ya no
tendrían más remedio que afrontarse a las hojas afiladas de las espadas
enemigas. Héctor luchó furioso con una antorcha en la mano, poniendo fuego a
los barcos en la playa. Todos se apartaban a su paso, aterrorizados por su
furia.
Idomeneo había traído a la
costa de Ilión ochenta barcos desde cien ciudades diferentes de Creta y no
tenía la menor intención de verlos quemarse. Se plantó firme como un malecón
para los aqueos. Volteó la doble hacha con furia encima de la cabeza y cuando
el silbido ya estaba tan espeluznante como el hacha de la muerte, saltó desde
la proa a la playa. Cayó justo en el equipo de Héctor, que daba vueltas por el
campamento tal manada de lobos enrabiados en un redil indefenso.
Al ver al tremendo soldado,
los troyanos se quedaron de piedra. La doble hacha siguió volteándose entre
ellos sembrando dolor y sangre. Los hombres se mutilaban o se quedaban viendo
sus entrañas caer en la arena desde el vientre abierto. Los gemidos de los que
se caían dieron con la valentía de los demás. Ante la furia del rey que
luchaba, hubieran huido si no hubiera sido por valiente Héctor, que salió
adelante a luchar y terminar con cualquier pedazo de optimismo aqueo que pudiera
mancharle los planes.
Pocos aqueos vieron de frente
al defensor de Troya y todavía menos sobrevivieron para contarlo. Idomeneo fue
uno de ellos. La lanza y la espada del troyano contra la doble hacha del cretense. La lucha fue dura e incierta,
ya que ambos hombres sabían que se estaba jugando todo. Los hoplitas de ambos
lados se quedaron mirando sin aliento. Respiraban aliviados cada vez que Héctor
era repelido en el último momento o que el hacha caía con fuerza al lado del
defensor de Troya. Hubieran luchado hasta la noche si no fuera por lo
inesperable. Un hombre empujó el muro formado por los soldados y gritó:
“¡Aquiles ya está en la batalla! ¡Sus mirmidones nos están masacrando!” Aquello
fue el peor desenlace posible y Héctor lo sabía. ¡Qué final más infeliz! Ante
la armadura divina de Aquiles, los soldados troyanos se dispersarían como
palomas ante un halcón. “¡Ocupaos de los cretenses!” gritó a sus hombres
apartándolos para llegar al punto de donde los troyanos se estaban retirando en
olas. Pero quedaba claro que estaban aterrados. Idomeneo pasó la lengua por los
labios con una sonrisa complaciente mientras levantaba la pesada hacha. “¡Al
ataque, hombres!” gritó y se lanzó. Los intrépidos soldados cretenses se
lanzaron tras él.
Los troyanos fueron derrotados. Ya sabían ellos que con Aquiles
por detrás y un Idomeneo furioso por delante no tenían ninguna esperanza. El
que realmente vestía la armadura era Patroclo, el íntimo amigo de Aquiles, pero
nadie lo sabía, así que no tenía ninguna importancia. Idomeneo detuvo a Héctor
por un buen rato, de manera que Patroclo pudo convencer a Aquiles pasarle a él
la armadura y el mando de los mirmidones. Un poco más tarde cayó bajo la espada
de Héctor retorciéndose de dolor, pero el vuelco ya estaba hecho. El vocerío y
el estrépito de la batalla empezaron a alejarse del campamento de los aqueos.
Todos los héroes lucharon poniendo en peligro sus propias vidas por hacerse con
el cuerpo desnudo de Patroclo y devolvérselo a su íntimo amigo. Los troyanos
cobraron valor al ver que no era Aquiles el que los perseguía. Hicieron un
contraataque desesperado bajo la animación pesada de Héctor, pero con el grito
descomunal de Aquiles, que había trepado en la muralla cuando supo de la muerte
de Patroclo, se les heló la sangre en las venas. Todos se dieron cuenta de que
la venganza sería suya. Se dispersaron hacia la muralla de Troya sin mirar
atrás, mientras que los aqueos se quedaron a lamerse las heridas del día.
“Esta vez es como si estuviera
pasando ahora, aquí mismo. Tan vivo se me hace. Con el paso del tiempo el
estrépito de la batalla me va persiguiendo de verdad” dijo Idomeneo en voz alta
interrumpiendo la ensoñación. Se dio vuelta hacia la puerta pesada de su
aposento borrando con esfuerzo los recuerdos heroicos. Frunció el ceño y con
una expresión extraña en la cara intentó distinguir entre el recuerdo y el
presente de la realidad. “Si no me estoy volviendo loco por la nostalgia de
aquellos días, la batalla está justo a la entrada de mi cuarto” se dijo
desconcertado.
Un fuerte golpe se escuchó
tras la puerta y la sacudió. Algo pesado se había estrellado contra ella.
Luego, se escucharon unas voces que no se discernían bien tras la madera
gruesa. La puerta empezó a sacudirse entera y ya se escuchaban menos voces y
cada vez más bajas. Luego, silencio. Pero ¿qué demonios estaba pasando en su
propio palacio? Antes de poder reaccionar, inmovilizado por la sorpresa,
volvieron fuertes los golpes en la puerta. Una y otra vez los quicios de la
puerta se pusieron a escupir los clavos de la pared, mientras que un rugido,
que parecía del otro mundo, acompañaba cada golpe.
Idomeneo descolgó de la pared
la doble hacha y la empuñó fuerte. Sintió contento el arma pesada acomodarse en
la palma dura y grande de su mano; hasta los callos de su mano estaban donde
los había dejado el mango del hacha. La levantó a la altura de la frente con un
filo hacia él y el otro hacia la puerta, que se derrumbó bajo la fuerza
ejercida desde el otro lado.
En las penumbras del pasillo,
justo delante de él, dos cuerpos se lanzaron hacia el rey de Creta. Los esquivó
con unos movimientos rápidos e instintivos a pesar de su edad. Su mente ya
había pasado al estado de batalla. Las pupilas de los ojos se dilataron para hacer
el reconocimiento del pasillo oscuro. Todos los demás sentidos se agudizaron
bajo la aparente inmovilidad. Un silencio reinó en el pasillo oscuro que
llevaba a su cuarto. La luz de las antorchas colgadas en los muros del aposento
real le permitían distinguir a sus guardias personales gracias a los reflejos
de las armaduras: los cuerpos inertes yacían en el suelo.
Luego, su mirada fue a parar
inconscientemente en los cuerpos de los hombres que habían sido tirados hacia
él, ya rotos como muñecas en el suelo del cuarto real. El cobre de las
armaduras se había mezclado con la carne aplastada y los huesos triturados.
Algo había aplastado todo.
“Rompió la puerta con los
cuerpos” pensó el rey. “¿Qué clase de criatura tiene tanta fuerza que pueda
matar a diez hombres armados y derrumbar una puerta tan pesada con los cuerpos
de dos de ellos?”
Estremeció al no poder
explicárselo. ¿Contra qué criatura extraña estaba luchando?
“Bueno, amigo, si esta es
nuestra última vez, que lo sea. Nadie vive para siempre” le dijo en voz alta al
hacha. Dio un respiro hondo y balanceó su cuerpo pesado. Se preparó para un
ataque contra lo desconocido. Tal vez el último de su vida.
Su ímpetu fue interrumpido por
la aparición de una figura inmensa en la entrada. Oscura como la oscuridad.
Alta como la puerta; su cuerpo tapaba completamente el marco. El rey flaqueó.
Nunca había visto nada así. Este ser, fuera lo que fuera, era más oscuro que la
noche más profunda. Tenía la ropa rota, podrida, colgando como trapos rotos en
su cuerpo. La tela goteaba todavía agua del mar, como si la criatura hubiera
emergido del abismo más grande del reino de Poseidón.
Observándolo pudo distinguir algas en todo su cuerpo. No se sabía
dónde terminaba la ropa vieja y usada, y dónde empezaban las algas y la carne
tal vez podrida. Toda la criatura tenía un color gris verdoso, podrido como
carne agusanada. Idomeneo dio un paso atrás. La hediondez que se había desatado
con la aparición de la figura era equiparable a su apariencia. Era como el olor
de un muerto dejado en el sol pudriendo. Solo que este caminaba.
La figura levantó la cabeza.
El pelo largo, envuelto también en algas y ostras entrelazadas, no alcanzaba a
cubrir la parte superior de la cabeza, dejando a la vista la carne y el cráneo
en algunas partes. Este velo repugnante de pelos colgaba escondiendo la cara,
dando lugar a la imaginación, insinuando las caras de las peores pesadillas. En
ese momento, el ser extraño levantó la cabeza hacia el rey profiriendo un
alarido del otro mundo. El velo de pelo se apartó de la cara y desde lo hondo
de los pulmones el horrible grito fue aumentando aterrando al valiente
cretense.
La boca se abrió enorme y
siguió abriendo desmesuradamente, casi despegando la mandíbula del resto del
cráneo. Con el grito de la criatura, los trapos que llevaba y las algas en el
pecho iniciaron un baile loco, como si el aire estuviera saliendo no solo de la
garganta sino también del mismo pecho.
Idomeneo empezó a fijarse en
detalles, ya que la criatura había salido de las tinieblas, y la sangre se le
heló en las venas cuando se dio cuenta de que no había piel para cubrir los
músculos podridos de la cara, donde también había partes óseas a la vista.
Abrió los ojos bien grandes y su mirada se cruzó con dos huecos desnudos, con
rastros de sangre coagulada y pus en el lugar de los globos de los ojos.
“¿Quien eres?” gritó. Su mente
se negaba rotundamente a acoger la imagen que le transmitían los ojos. “¿De qué
reino de muertos huiste y vienes a perseguirme?”
En lugar de respuesta la criatura se lanzó furiosa en el cuarto
contra el hombre.
Idomeneo se puso a voltear el
hacha con la agilidad conseguida tras muchas batallas y heridas. La criatura
esquivó los primeros golpes, mientras los filos del hacha formaban un muro de
protección violento entre sus manos enormes e Idomeneo. En un momento se agachó
para esquivar otro golpe y agarró un guardia muerto de la pierna. Se echó para
atrás dejando distancia y arrojó el
cuerpo al rey. Él reaccionó bajando el
hacha con mucha fuerza. Con un golpe dejó el cuerpo en pedazos. Una vez despedazado
el cuerpo, la sangre del muerto le dejó la ropa, la cara y la mente roja.
El rey se echó para atrás.
Antes de poder limpiarse los ojos y aclarar la vista, la criatura agarró la
puerta, que era inmovible para un mortal, y la levantó encima de la cabeza.
Luego, con un solo movimiento la arrojó a Idomeneo. Él apenas tuvo el tiempo de
tumbarse boca arriba en su cama. Dejó de respirar sintiendo la puerta casi
tocándolo al pasar por encima de él. Todavía no se había levantado cuando, con
una velocidad increíble para su tamaño, la criatura agarró el extremo de la
cama y la sacudió fuerte. Idomeneo se lanzó al otro lado del cuarto como si
hubiera estado en una catapulta. Aterrizó con un ruido sordo primero en el muro
de piedra y luego en el suelo, al lado de su arma. La figura gigantesca agarró
la cama con las dos manos y la levantó encima de la cabeza como si fuera un
juguete. Los huecos vacíos miraron a Idomeneo y un nuevo rugido salió de su
cuerpo podrido.
El rey aprovechó la
oportunidad que se le brindaba. Se incorporó con un salto empuñando el mango
del arma con las dos manos. La levantó y la llevó detrás de la cabeza curvando
el cuerpo como un arca. Luego, con toda su fuerza, liberó la energía acumulada
y la lanzó apuntando al pecho de la figura. El hacha dio tres vueltas en el
trecho que transcurrió silbando la canción de la muerte. Con un ruido sordo,
uno de los filos se enterró hondo en el pecho del monstruo triturándole los
huesos. Los brazos del gigante aflojaron y se derrumbó como un alto árbol bajo
los golpes de los leñadores. La cama que tenía encima de la cabeza lo cubrió
como una manta fúnebre.
Idomeneo respiró con alivio.
Descolgó del muro detrás de él una antorcha y se secó los ojos de la
transpiración y la sangre ajena. Respiró hondo y luego dio unos pasos adelante.
Tenía que ver qué era lo que le había atacado.
Estaba bajando la antorcha
hacia el suelo, cuando la cama casi explota y de sus entrañas sale otra vez la
criatura, se levanta y lo agarra fuerte de la mano izquierda. En el pecho,
donde tendría que haber un corazón en pedazos, estaba clavada el hacha.
“Oh, dioses” murmuró el hombre
y las rodillas se le doblaron por el dolor.
Con la mano que tenía libre,
la criatura sacó el hacha de su cuerpo y entonces Idomeneo, ya de rodillas,
pudo ver sorprendido los huesos de la criatura moverse lentamente con un
crujido horrible. Se estiraron y se regeneraron hasta que se pegaron. Carne
nueva empezó a formarse a partir de la ya existente, podrida y viscosa, en forma
de innumerables gusanos que vibraban y regeneraban todo lo que estaba roto.
El demonio se puso a emitir
estertores que podrían pasar por una risa demoníaca. Levantó el hacha y estaba
a punto de darle el golpe fatal al rey sorprendido, cuando una lanza proveniente
de atrás atravesó el vientre de la figura monstruosa y vino a parar por encima
de la cabeza del rey, goteando un líquido verde.
Idomeneo escuchó a sus hombres
entrar en el cuarto y aprovechó el momento de distracción del monstruo para
coger la antorcha del suelo y enterrársela hondo en el vientre. La criatura,
sorprendida, tiró el hacha al suelo para sacarse la antorcha que le había
prendido fuego.
“¡Rápido, hombres!” reaccionó
enseguida el rey, mientras agarraba su arma del suelo. “¡Quemad todo! ¡Que ese
demonio no muere con armas!”
Los soldados se repartieron en
el cuarto cogiendo antorchas del muro y prendiendo fuego a todo lo que se podía
quemar y hacer expandir las llamas.
“¡Fuera! ¡A correr!” gritó el
rey. Toda la sala se estaba quemando. La criatura logró sacarse la antorcha
rompiendo su propia carne. “¡Cerrad las puertas del pasillo atrás y quemad todo
en este piso!”
En el pasillo los hombres con
su rey siguieron prendiendo fuego en todo lo que se podía quemar: cortinas,
alfombras, muebles, cualquier cosa. El demonio los perseguía a grandes pasos.
Su carne podrida y su ropa rota se estaban quemando y el olor era insoportable.
Al final del pasillo, todos juntos cerraron la grande y pesada puerta de madera
que separaba el piso real del resto del palacio. La aseguraron con su sólida
viga. Los hombres se formaron delante de la puerta con las lanzas en posición
de ataque y con el rey en el medio, angustiado, agarrando fuerte la doble
hacha.
A pesar de todo el alboroto,
todos estaban concentrados en los sonidos sordos de los pasos pesados y rápidos
que venían del otro lado de la puerta y que se escuchaban cada vez más claros.
Un rato más tarde, la puerta entera crujió y los quicios se agitaron, mientras
la criatura cayó contra la puerta con fuerza. Luego, otra vez y otra vez más.
Luego, silencio.
“No puede ser” dijo fuerte
Idomeneo a sus hombres. “Ahora el fuego se habrá expandido. ¿Cuánto aguantará?”
“Mi rey, por aquí” se escuchó la voz de
un guardia, que se había asomado a la ventana y estaba mirando hacia el ala que
se estaba quemando.
Idomeneo se agachó y vio a una
figura en llamas trepar para salir por una ventana. Por un momento vaciló y
miró hacia él. Luego, gritó furiosa pero no dolorosa. Se lanzó al mar por la
parte del precipicio sin vacilar, mientras su grito llegaba a los oídos de
Idomeneo.
“Por el nombre de Júpiter, esto no puede ser” dijo el rey, mientras observaba la figura dejando una
cola de fuego y huellas de humo trazando su camino. Tan pronto como se levantó
una ola, la llama se venció por el agua del mar, dejando una huella de humo
negro dispersarse en la brisa marina. “¡Abajo y rápido! ¡Y llamad a cada hombre
disponible!” gritó y se echó a bajar la escalera con grandes saltos.
Un rato más tarde, un gran
grupo de soldados armados llegó corriendo a la costa, cerca de donde había
caído el gigante.
“Rastrear bien la playa por
grupos” se puso a organizar a sus hombres Idomeneo. “Tenéis que estar alerta
continuamente, pues cualquier error o despiste os puede costar la vida.” Eligió
a algunos hombres y salió con ellos para rastrear la playa.
En la penumbra solo se
distinguían las antorchas moviéndose y reflejándose en el agua como las
estrellas que se reflejan en la ola mecedora del mar nocturno. Arriba, en vez
de la luna, alumbraba la torre del palacio, que se estaba quemando. Cada
crujido de los muros abría una grieta en el corazón del rey. Pero no tenía
tiempo para ponerse sentimental. Toda la ciudad ya estaba ayudando a apagar el
fuego y lo que se podía salvar se salvaría. Y lo demás se construiría de nuevo.
No era la primera vez que el palacio se amenazaba con destrucción y seguro que
esta no era la peor de todas las amenazas anteriores.
El tiempo pasaba lento;
parecía una tortura. Los hombres buscaban por las rocas, las grietas, los
arbustos y las plantas; en cualquier lugar donde se podría haber escondido
alguien. A veces un ruido emitido por los animales nocturnos les ponía los
pelos de punta y los hacía incorporarse y preparar las armas. Al darse cuenta
de lo que les había puesto en alerta, se reían en silencio para animarse y
continuaban. Finalmente, la noche se disipó y los primeros rayos del sol
vinieron a romper la oscuridad y el miedo en sus almas.
Ya habían rastreado la zona y
estaban por retirarse cuando se dio la voz de alarma. “¡Por aquí! ¡Por aquí!”
Todos echaron a correr hacia la dirección de la voz y donde ya se habían
reunido en corrillo los que estaban más cerca. Al rato llegó el rey con su
equipo y vio a sus soldados agarrando a un hombre. Tenía los brazos colgando y
estaba tan agotado que no los podía mover. Estaba empapado hasta la médula y
tenía la piel arrugada por haber estado tanto rato en el agua. La arena se le
había pegado cubriéndole la mitad de la cara con una máscara de oro.
“¿Quién eres tú?” le preguntó
Idomeneo al extraño.
“Ahí” mostró con falta de
fuerzas el hombre con el índice del brazo levantado. “Los mató a todos. Ahí, en
el barco.”
“¿Quién, hombre?” preguntó el
rey inquieto mirando hacia esa dirección sin ver nada. “¿A quiénes mató?”
La cara del extranjero se
convulsionó mientras tomaba ávidamente el agua ofrecida emitiendo ruidos. Se
lamió los labios para asegurarse de que no se perdía ni una gota de agua y, ya
con algo más de fuerzas, se dio vuelta hacia Idomeneo, que lo estaba mirando ansioso.
“Veníamos a tu puerto, mi rey,
y teníamos un viento favorable. En un momento vimos un fuego en la oscuridad,
como si se hubiera erigido un faro. Nos dimos cuenta de que venía de donde el
palacio y a esa distancia más o menos. Cuando vimos que el fuego se extendía
tanto, nos preocupamos” empezó a contar el marinero tras haberse incorporado un
poco, mientras un soldado lo envolvía en su capa para que le dejara de temblar
el cuerpo y la voz. Idomeneo se arrodilló frente a él.
“Ya llevábamos un rato navegando
hacia las llamas, cuando de repente el viento paró por completo y junto con él
todo ruido del mar. Fue espantoso. Un silencio absoluto. No se escuchaba ni
siquiera el sonido del barco en el agua. Dejamos lo que estábamos haciendo y
nos miramos. Entonces, una bruma extraña se levantó. Muy rara. El capitán dijo
que en veinte años que llevaba en el mar nunca había visto algo así. Las
estrellas desaparecieron y no podíamos ver nada de un extremo del barco al
otro. Tan espesa era la calina. En ese momento se rompió el silencio. Al
principio, fue como una ola grande, como si un delfín estuviera nadando a
nuestro lado. Luego, el barco se inclinó y una mano se agarró de la borda
derecha. Una criatura que parecía hombre, pero enorme, repugnante de físico, saltó
a la cubierta. Yo fui el primero que encontró en su camino, tal vez tuve
suerte, y la criatura me golpeó con la mano. Sentí los dedos duros como
garras.” El hombre abrió el manto y apartó la ropa del pecho. Todos vieron las
heridas en la piel de su pecho, hechas de una mano que parecía humana. “Con ese
golpe me caí en el mar. Caí de espaldas. Dolía tanto que dejé la corriente
llevarme hacia aquí. Lo único que escuchaba eran los gritos de dolor y de
muerte de mis compañeros. Después de un rato ya no se escuchaba nada. El
silencio mortal en la bruma había vuelto. Tenía que recuperar las fuerzas. Abrí
los brazos y eché la cabeza hacia atrás en el agua. Mi cuerpo flotó en la
superficie del mar. Me imaginaba que así deben de sentir las gaviotas cuando se
quedan flotando por encima de las olas, libres. Tenía que mantener la mente
ocupada con imágenes que borrarían el miedo. Si el barco se dirigía hacia mí,
estaba perdido. Pero no fue hacia donde estaba yo. La bruma se fue disipando o,
más bien, alejando. Las primeras estrellas empezaron a aparecer en el cielo y
respiré aliviado. Levanté la cabeza y miré alrededor. Desde donde estaba veía
que no había bruma en el mar salvo alrededor del barco. Lo tenía rodeado y lo
seguía. Y el viento…” dijo cerrando los ojos evocando la escena. “El viento
siguió soplando del norte al sur, hacia aquí. Pero donde el barco, no. Desde
que se levantó la bruma, un viento sureño local hinchaba las velas en dirección
contraria y parecía que seguía soplando de esta manera empujándolo hacia
nuestro punto de partida, mi rey.”
“¿Y cuál fue su punto de
partida? Cuéntanoslo” lo presionó Idomeneo.
“Esparta, mi rey. Esparta” dijo
él agotando la última gota de fuerza que le quedaba con los ojos saliéndose de
las órbitas de tanto susto. Agarró de nuevo el calabacino de agua y se puso a
tomar otra vez.
Idomeneo se levantó y miró
hacia el norte. Sopesó la situación por un rato y luego les dijo a sus hombres:
“Preparad el barco real tan pronto como sea posible. Avisad a los mejores
marineros y al capitán más hábil, Kerkilas. Elegid también a los veinte hombres
más fuertes de la guardia para que vayan
con nosotros con todo su equipamiento” y fue a prepararse.
Entrando por las puertas del
palacio inspeccionó rápidamente los daños y escuchó los informes de sus hombres
agotados. La parte de los aposentos reales estaba totalmente destruida por el
fuego. De hecho, de cierta altura y para arriba debía volver a construirse, ya
que los muros de piedra estaban agrietados por las temperaturas altas de las llamas.
Encargó este trabajo al arquitecto del palacio, dando órdenes al mismo tiempo
al escribano a apoyar con recursos humanos y materiales de la caja fuerte real
y del patrimonio real. Terminado esto, llamó a los jefes de las guardas. ¿Por
dónde entró esa criatura en el palacio? ¿Cómo puede ser que nadie se haya dado
cuenta hasta que no estuviera en el aposento del rey?
“¿Quién lo vio primero?” gritó
cuando ya estaban formados todos los centinelas de la noche anterior delante de
él. “¿Por dónde entró?”
Los centinelas se miraron en
los ojos y se encogieron de hombros desconcentrados. Idomeneo los volvió a
mirar. No eran de la clase de hombres que rehusarían sus responsabilidades.
Tampoco el rey era de la clase de monarca que imputaría responsabilidades indiscriminadamente.
Lo había demostrado muchas veces y en condiciones difíciles y sus hombres lo
valoraban portándose de manera similar.
“Fue por el laberinto por donde
entró, mi rey” se escuchó una voz suave detrás de él. Idomeneo se dio vuelta
sorprendido y miró a una mujer bella, de pelo negro y largo, que formaba rizos
gruesos en sus hombros desnudos. La luz de la antorcha que llevaba en la mano
penetraba el quitón fino y dejaba adivinar las curvas de su cuerpo como una
sombra dulce.
“Gran sacerdotisa, ¿qué haces
tú aquí?” le preguntó apartándola de los demás.
Ella lo miró con esos ojos
suyos penetrantes, negros y grandes. “Es imposible que haya entrado por el
laberinto” le dijo después. “Solo el rey y la gran sacerdotisa se saben los
caminos posibles para entrar o salir de allá y, de todos modos, ¿cómo y por
dónde entró allí?”
La gran sacerdotisa no
contestó. Se deslizó de las manos del rey y haciéndole un ademán para que la
siguiera, cruzó el patio interior del palacio. Bajó las escaleras liviana, de
puntillas sobre sus dedos preciosos. En un rato ya estaba dos niveles más
abajo, en el sótano donde estaba la entrada del famoso y temible laberinto.
Allí solo podía entrar el rey, la gran sacerdotisa y los sacerdotes del
laberinto. Idomeneo la siguió inquieto.
Al final de la bajada, los
sacerdotes y los guardias del templo, que estaban bajo el mando de la gran
sacerdotisa, estaban de pie frente a un muro. Enseguida se apartaron cuando la vieron junto con el rey acercándose
y dejaron al descubierto una entrada oscura. Un monolito, que servía para
sellar la entrada, estaba derrumbado, yaciendo ya en el suelo.
“Tras la gran catástrofe que mandaron los dioses a Cnosós,
decidimos cubrir para siempre la entrada al laberinto y a todo lo que contiene
hasta que quede solo una leyenda para las generaciones venideras. No podemos
soltar al terror.”
Idomeneo hizo que sí con la
cabeza al escuchar esas palabras.
Después de la victoria del
ateniense Teseo sobre el Minotauro y de la liberación de Atenas de la
influencia de Creta, se abrió una era de golpes duros para Minos. El colmo fue
la gran catástrofe. Aunque, como se supo después, la gente de la isla de Thera
había entendido con tiempo los malos augurios para la explosión del volcán, los
cretenses no reaccionaron.
La primera señal fue el cielo.
Oscureció de manera poco natural y un olor a cenizas cubrió toda la ciudad. La
sombra inesperada y la bajada de la temperatura hicieron que todos salieran de
las casas y dejaran sus trabajos. Las cenizas empezaron a bailar en el aire y
un silencio reinó. Minos estaba en el punto más alto del palacio, en la celda
donde había tenido encarcelado a Dédalo y a su hijo, Ícaro. Los dos atenienses
habían desaparecido saliendo por la ventana y volando hacia el norte, lo más
probable hacia su tierra, solo dos días atrás. Él había mandado un barco a
perseguirlos, si es que se podía. Ahora estaba recogiendo en el cuarto-celda
los diseños del científico ateniense con cuidado para que no saliera ningún
diseño del laberinto fuera del palacio. Unos gritos de duda y miedo que luego
se convirtieron en gritos de pánico entraron por la ventana. Minos se dio
vuelta y miró hacia afuera. La gente había salido de todas partes y estaba
corriendo cuesta abajo hacia el puerto. Miró hacia el mar. El agua se había
retirado y la arena del fondo se había revelado, dejando a la vista estrellas
del mar, cangrejos y todos los seres marinos que no podían irse. Nunca hasta
ese momento había escuchado que pudiera ocurrir tal cosa. Salió del cuarto y
bajó rápido por las escaleras de la torre. Tras él, sus dos guardias personales
trataban de alcanzarlo.
Ya estaba en el patio, en la
planta baja del palacio, y estaba por bajar hacia la entrada del laberinto para
buscar a la gran sacerdotisa y pedirle explicaciones sobre la voluntad de los
dioses. En aquel momento se dio cuenta del zumbido creciente que iba cubriendo
los gritos de sus súbditos. Se dio vuelta hacia el mar y abrió los ojos
grandes. El agua estaba regresando. Pero no como se había ido, sino como un
muro inmenso de agua. Una ola espumada venía rápidamente hacia el castillo, y
mientras más se acercaba, más crecía su altura y su rugido. Hizo ademán de
darse la vuelta, pero se dio cuenta de que no tenía adonde ir para estar a
salvo. Echó un vistazo a la torre donde había encarcelado a Dédalo con su hijo.
Su manera de escape era la única manera de huir. Miró otra vez hacia el mar y
vio que la parte inferior de la ciudad ya estaba bajo el agua, que ahora estaba
tragando a la gente que intentaba correr escaleras arriba. “Menos mal que mi
hijo y mi nieto están en el monte de Ida para la iniciación de Idomeneo” fue el
último pensamiento que le dio valor para no gritar antes de ser tragado por
aquella montaña de agua.
El hijo de Minos acababa de
celebrar el rito de iniciación de su hijo en el sagrado monte de Ida, de donde
provenía su nombre – Idomeneo: la fuerza, el vigor de Ida. Cuando llegó a
Cnosós, el agua ya se había retirado revelando la catástrofe. La ciudad había
desaparecido por completo. Del palacio no quedaba casi nada. Los campos ya
estarían estériles por una temporada debido al agua salada, y todos los abastos
estaban perdidos. “¿Por qué?” le preguntó a la gran sacerdotisa como rey y
sucesor de Minos. “Tu padre hizo muchas cosas que disgustaron a los dioses. A
pesar de que yo le dije que la victoria de Teseo y la huida de Dédalo con su
hijo eran augurios para que cerrara el laberinto y dejara de practicar
sacrificios humanos, él no me hizo caso. El castigo que le tocó fue terrible.
Ahora te toca a ti y a tu generación cumplir con la voluntad de los dioses, y
si no, verse afrontados con el mismo destino.”
El laberinto se selló para
siempre por orden del rey. Por la misma orden, se prohibió todo tipo de
sacrificio humano en Creta. Idomeneo heredó esta orden cuando se proclamó rey
de Creta y cumplió con ella piadosamente.
“Vosotros quedaos aquí.
Levantad el monolito y preparaos para sellar la puerta, si no salgo en un rato
ο si escucháis cualquier otra criatura acercándose” ordenó y, con el hacha
apuñada en una mano y la antorcha en la otra, penetró en la penumbra.
Giró en la primera esquina
tras un largo pasillo de entrada. Caminaba firme contando los pasos y eligiendo
cada vez la apertura correcta. Cuando se nombró rey, la primera cosa a la que
fue iniciado por la gran sacerdotisa fue la verdad del laberinto y el camino
correcto, que ya había aprendido de memoria y repetido mentalmente muchas
veces. No estaba muy lejos de la entrada cuando un pedazo redondo de arcilla
cocida le llamó la atención. Se agachó para verlo y apoyó la enorme doble hacha
en el muro. Cogió el disco y lo limpió de la tierra. Medía unos dieciséis
centímetros de largo y apenas dos de grosor. Cuando la arcilla estaba fresca,
se había usado un sello para imprimir en ella la escritura. Luego se coció y se
guardó en el registro. Miró los símbolos que empezaban en la parte exterior del
disco y continuaban en espiral hacia el centro. Había muchos discos así en el
palacio. En ellos registraban los escribanos la contabilidad del palacio y el
inventario de los almacenes. Pero lo que contenía este disco no eran aburridos
números e informes. Él ya sabía qué era lo que describía. Se lo había aprendido
años atrás. Pero solo había dos discos de estos. Uno estaba en la posesión de
la gran sacerdotisa aquí y una copia de seguridad en el palacio de Festós en el
sur. ¿De dónde salió un tercero? Y ¿este silencio? ¿Acaso el demonio de su
generación había perecido en manos de otro demonio? Porque no había nada del
mundo de los mortales que lo pudiera matar. Una sola vez cayó por la mano del
semidiós Teseo, pero fue solo para recuperarse más furioso que nunca. Desde
entonces los reyes de Creta, junto con las sacerdotisas, habían tenido que
tratar de domar aquella maldición.
Siguió caminando pensativo,
contando los pasos y girando correctamente. A la derecha, luego otra vez a la
derecha y luego a la izquierda. La sala grande, el nido del toro, el mismísimo
centro del laberinto. Alumbró el lugar. Había sangre coagulada por todas
partes. En los muros, en el suelo, por lo menos la sangre que no se había
tragado la tierra. Escudriñó sus alrededores. No sabía si tenía el corazón
pesado o no. Sin embargo, se mantuvo alerta.
En el muro de enfrente, en una de las seis entradas de la sala – dos
llevaban la una a la otra y dos más no tenían salida – una sombra le llamó la
atención. Se acercó y se agachó. Un cuerno de toro, o más bien su punta, de dos
palmas como las suyas de largo, estaba clavado hondo en el muro. Trató de
sacarlo, pero no pudo. Sabía porqué estaba ahí. La leyenda se había transmitido
de boca en boca. El principio del fin
del poder de su dinastía. La criatura no se podía matar con armas humanas, pero
Teseo había logrado vencerla. Este cuerno roto era el trofeo de su victoria,
que no obstante nunca pudo llevarse para poder ostentar. El Minotauro se quedó
ahí atrapado para morir de hambre, ya que nadie se atrevería a acercarse a él y
nadie más se convertiría en su presa. Hasta que la criatura, con insufribles
dolores, se rompió el propio cuerno y se liberó por su cuenta mucho más tarde.
Nadie estaba seguro de cuándo exactamente, pero seguro que después de la muerte
de Minos.
Bajó la antorcha de manera que
alumbrara el suelo. Huellas de sangre salían de la segunda salida que sí que
llevaba afuera, si uno se sabía el camino.
Se dio vuelta hacia la
dirección contraria pensativo.
“Cerrad la entrada” gritó al
salir.
Los hombres ya habían
levantado la puerta de piedra y la corrieron para sellar la entrada con grandes
esfuerzos. Idomeneo cogió a la gran sacerdotisa del brazo y la apartó
suavemente. Sacó del cinturón el disco que había encontrado en el suelo del
laberinto. “¿Cómo?” le preguntó mostrándoselo. Ella lo miró cuidadosamente sin
ocultar su sorpresa. “No… no lo sé” dijo con un hilo de voz. “El disco del
templo está siempre en su lugar. Los últimos informes de la sacerdotisa de
Festós no dicen nada de robo de la copia. Mandaré a averiguar, pero estoy
segura de que esta es una tercera copia que no debería existir.”
“Sin embargo existe”
dijo el rey apretando los labios. “Asegúrate de que no ha sido robada la copia
de Festós y lleva a cabo una investigación sobre si alguien con acceso lo ha
copiado. Ya sé que los sellos fueron destruidos por Dédalo al terminar los dos
discos bajo el reino de mi abuelo, Minos”.
La sacerdotisa asintió.
“Hay otro misterio más. Cómo entró la criatura en el laberinto.
Según todos sabemos, hay una sola entrada, que es al mismo tiempo la salida.”
“Los misterios son muchos, mi
rey” le dijo ella, “y todos piden a gritos ser resueltos.” Idomeneo salió
pensativo de la sala y empezó a subir con pasos pesados las escaleras hacia el
palacio.
“El barco ya está listo, mi
rey” se escuchó la voz de un soldado cuando llegó él al nivel del patio. “Tu
equipaje para el viaje y todo lo necesario te está esperando ya en el barco.”
Idomeneo bajó hacia el puerto.
Se acercó al barco, que parecía listo para zarpar, y se embarcó corriendo.
“¿Adónde vamos, mi rey?”
preguntó el capitán.
Idomeneo miró hacia su
palacio. Sopesó rápido la situación, volvió a pensar los datos que tenía.
Luego, giró la cabeza hacia el norte.
“A Esparta, mi amigo” respondió
con la mirada perdida en el horizonte. “Al rey Menelao.”
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